Escucha esta melodía: Dios nunca muere
CANAS BLANCAS A MI MADRE
Hoy que la vida me alcanza
con sus reclamos de insomnio,
rezo, como tú, a mis hijos
frente a sus lechos de sueño.
Fui razón de tu desvelo;
cobijado entre tus besos
no entendí los crepúsculos
que ataron tus alboradas.
En mis manos, sin saberlo,
se tiñeron tus cabellos:
de negros se hicieron blancos
y más blancas tus sonrisas.
El ayer que fui en tus brazos
llama con la misma fuerza
como esclavo sin dominio:
¡soy gigante y soy pequeño!
Hoy, cuando siento una pena
por el más leve desprecio,
por caricias que en el aire
mueren ávidas de un beso,
busco la sonrisa ajena:
la caricia que esperaste;
la de aquel, tu niño ingenuo
que jamás vivió un reclamo,
y pido a Dios, dé a mi rostro
las máscaras de la vida,
¡frío ante un desdén que hiere!
¡sonrisa al pecho herido!
Ya vendrán mis largas noches
con su pausado silencio,
cargando en tus nietos sombra
que yo romperé callado.
Despierto estaré a sus pasos
como vigilante eterno
muy sereno a los reproches:
como piedra en la penumbra.
Y cuando los vea en su andar,
con el alma hecha pedazos
escucharás mi plegaria
escondida entre los labios.
Hacia ti vendrán mis pasos
suspirando por tu ausencia,
reviviendo mil consejos:
los que me diste sin contar.
¡Lloro tu cabello negro!
aquel que llené de canas
con besos de niño pobre
y mil caricias de invierno.
Otras rosas en canteras
quieren cubrir las lápidas
de un dolor que se resigna,
de una ausencia que se llora.
¡Que costosos son los hijos
que se llevan nuestras vidas!
¡son la herencia de la sangre!
¡es el pago al cielo eterno!
¡Perdóname madre mía!
tú me diste la existencia:
si no amé como debía,
¡es la vida quien me cobra!
Por eso no traigo flores:
¡estos brotes son tus nietos!
ellos pintarán mi pelo
como yo a ti: con canas blancas.